A lo largo de la vida buscamos el amor en lugares, personas o situaciones externas, pero olvidamos el espacio más importante donde debe germinar ¡dentro de nosotros mismos! El amor propio no es un destino, es un viaje íntimo, una práctica que se cultiva cada día en los pequeños gestos que nos brindamos. Es en la aceptación de nuestras luces y sombras donde encontramos la verdadera esencia de quienes somos.
Cuando hablamos de amor propio, no nos referimos a perfección ni a un estado idealizado de felicidad constante. Es más bien un espacio de autoaceptación, donde aprendemos a abrazar nuestras imperfecciones como partes fundamentales de nuestro ser. La autocompasión se convierte en un refugio seguro en momentos de dificultad, y la gratitud hacia nosotros mismos nos recuerda que somos suficientes, tal y como somos.
Hay días en que el amor propio se siente distante, casi inaccesible, especialmente cuando el mundo nos exige más de lo que creemos poder dar. En esos momentos, el amor propio se transforma en el acto más revolucionario: detenernos, respirar y reconocer que merecemos cuidado y respeto. Este tipo de amor no depende de los logros ni de la validación externa, sino de una conexión profunda con nuestro ser interior.
Para algunos, el camino hacia el amor propio está lleno de desafíos. Las voces internas que nos critican pueden ser fuertes, y los estándares que nos imponemos, inalcanzables. Pero cuando decidimos conscientemente romper con esos ciclos de autoexigencia, nos damos permiso para florecer. Es ahí donde nos redescubrimos, más completos, más auténticos, más en paz.
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